viernes, 26 de enero de 2007

Delkhan I

En un recóndito reino del Sur de lo que hoy es Irlanda, un Rey, desconocido, pero presupuesto, gobernaba a una civilización pobre, eminentemente ganadera y agrícola, combatiendo con pestes, ratas, fiebres... Una época dejada de la mano de Dios donde, como era común, predominaba la Ley del Talión.
Pobre, enloquecido y humilde, llegó Delkhan a su pueblo embutido en sus resplandecientes ropas, despertando la curiosidad de los lugareños. Él, impasible en apariencia, pero sorprendido por el efecto que tuvo su necesidad de ropa limpia, no hizo gesto alguno ante la reverencia generalizada. Al ver que todo el pueblo estaba de rodillas, se sintió incómodo, confuso, con ganas de darse la vuelta... Pero ya no había escapatoria. La Guardía Real estaba tras de sí, escoltándolo. ¿Qué imagen daría un Rey que huye de su propia tierra? Aún sin ser el monarca, seguía siendo su casa.
Cerca del Castillo, un grupo de monjes se aglutinaba con sus negros hábitos. Uno de ellos, tras arrodillarse y besar la mano de su Señor, se atrevió, convirtiendo en valor su miedo, a dirigirle la palabra a Delkhan: "Mi Lord. Perdonad. No espérabamos su vuelta...". Torpemente, prosiguió: "Nosotros, como clase alta, quisimos tomar el poder gubernativo, pero el pueblo se negó. Querían a su Rey. Y seguimos su voluntad. No somos hombres de armas, y Dios habla tanto con nosotros como con los campesinos. Creímos conveniente, por tanto, no darle ningún cambio a la Democracia. En definitiva, decidimos esperarle y evitar disturbios por parte del populacho". Sin palabras, sin comprender nada, desbordado por aquella bienvenida tan natural de quien parecía y tan impropia de quien era, entró en el Castillo sin dirigirse al monje entre alabanzas. "¡Larga vida a nuestro Rey!".
Dentro ya de su nueva casa, viose rodeado por, lo que él supuso, eran lacayos, ediles, criados y demás sirvientes que dan vida a una Corte. "Yo me moría de hambre", pensaba por dentro, "y este bastardo tenía quien le abriese las puertas". Lo acomodaron, lo dirigieron a su trono, lo coronaron, le dieron su cetro de oro... Lo convirtieron en Rey. Pero por dentro seguía siendo aquel humilde vagabundo que hablaba con Dios, entre otros animales del bosque.
Casi sin tiempo para terminar de recordar su reciente pasado, un edil, con las manos sangrando tinta, se acercó a su trono, acompañado de tres guardias, un preso y un campesino. "Señor, Mi Lord, mi Rey... Su Majestad. Este hombre, que trabaja sus tierras... trabajaba sus tierras, puesto que Vuesa Merced dio palabra de entregárselas, asegura que ese mendigo ha entrado en su huerta y le ha robado hortalizas. Por supuesto, el mendigo dice que prefiere robar a morirse de hambre, lo que no le dirime de su delito. ¿Qué castigo sugiere imponerle: cortarle las manos, encarcelamiento, destierro...?" [...] "¿Señor?".
Tras un tiempo pensando, el campesino, irritado, se exaltó: "Exijo Justicia, Señor. Es un ladrón, y como tal ha de ser tratado". "Cierto", dijo el Rey, con voz seca, clara y profunda como un trueno, "es un ladrón, y así será tratado. Pero, ¿no es cierto que también es pobre? Justo será que así haya de ser tratado también. Edil, tome nota: suéltenlo, y denle la mitad de las tierras de este campesino. Así no robará más, y el campesino será un poco más pobre".
Moraleja 1: La Justicia es implacable. Lo justo, impagable.
¡¡Larga vida al Rey!! ¡¡Larga vida a Delkhan I!!

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