Sumido en su etílico letargo, temeroso de su suerte, tan maldecida por sí mismo como él mismo fue maldecido, apartado y desterrado por orden del Señor, vagaba de tierra en tierra aquel pobre enloquecido por deseo del destino.
Hace mucho tiempo, en aquel reino de lo que hoy llamamos Irlanda, tierra de bárbaros en la época que hoy recordamos, ese mendigo, temido por sus palabras, condenado por sus efectos, seguía con su rutina, vagando de un lado a otro del reino, buscando algo que llevarse a la boca, una limosna generosa... Reyes y bárbaros. Ricos y salvajes. Déspotas e incultos. Todos culpables, todos jueces, todos narradores de la ciega Ley del Talión. Una vida por otra.
Esta empresa, este paseo a ninguna parte, deparó a nuestro vilipendiado amigo un obsequio. Ante la sorpresa y la duda hacia el origen de lo que había encontrado, no le tembló la mano al abrir aquel baúl y descubrir, entre joyas y otros tesoros vanales, ropa limpia, impolutamente blanca, un gran sustituto para los harapos que desde hace tantos años le acompañaban.
Cosas que deben tener los locos, volvió sobre sus pasos, ataviado en su nueva facha, en dirección hace esos cobardes que le despojaron de sus pocos bienes, entre ellos, su honor, en busca de venganza. Tras medio día andado, llegó a las afueras de su reino natal, a los campos de cultivo donde, bajo un Sol de justicia, acalorados, sudorosos y fatigados campesinos y campesinas, trabajaban las tierras del Rey, ganándose su jornal.
Ante aquella impoluta estampa, todos aquellos jornaleros, esclavizados por un poder superior, alzaron la vista. Algunos dudaron; otros, ni un solo instante. Acompañando el gesto de la mayoría, los incrédulos se arrodillaron. Era el Rey, su Rey. Los más atrevidos, y los aún dudosos, le dirigieron miradas de soslayo. La divina presencia de aquella resplandeciente blancura dejaba claro lo que ya habían visto. Su Rey, en sus campos, fatigado de tanto caminar, en unas afueras que nunca había visitado... Un Rey el suyo al que nunca habían visto.
Tembloroso, el más anciano pregunto: "Majestad, ¿cuál es vuestro deseo? ¿Qué os trae aquí, sin guardia y sin espada?". Una voz clara, perceptible y pura como un trueno, dio respuesta a tan miedosas palabras. "Hijos míos, hombres de Dios, y nunca más esclavos, escuchadme. No tenéis que temerme. Estas tierras son vuestras, y todo de lo que ella saquéis. Trabajadlas, combatid vuestro hambre y vuestra sed, criad a vuestros hijos y luchad contra quien quiera arrebatárosla en nombre de Dios, en nombre de un Señor o cualquier hombre terrenal. Soy vuestro Rey, mas no vuestro dueño. Sois libres. Sedlo por siempre. Y no os dirijáis a mí como Majestad, ni os arrodilléis... Guardad el respeto que se presupone a quien vela por vosotros en los malos momentos, pero los buenos momentos serán solamente vuestros. No os sometáis a mí. Es la última orden que os doy". "Sí, Majestad", dijo el anciano, acompañando sus palabras con una nueva reverencia. Así, nuestro amigo vagabundo dejó aquellos campos de lado, caminando hacia el horizonte, donde se percibían unas murallas... Volvía, con autoridad renovada, a su casa.
Moraleja: La humildad nos hace sabios. La locura nos hace libres.
Moraleja II: Los reyes no son reyes por Ley Divina, sino porque sus antepasados se lo montaron divinamente.
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