Nunca en la vida
luchar fue suficiente
y, cansado por heridas
y de ir contracorriente,
se impuso al fuego,
tomó las riendas,
echó un farol al juego
y se guió a tientas
por las sendas del futuro,
por lo incierto,
por un camino inseguro
con la bruma de invierno
donde sus pies se perdieron,
sus ojos se empañaron,
sus manos resudaron
el rencor en que hirvieron.
No había nada que decir,
nada en que pensar
y, puestos a decidir,
decidió llorar...
por lo que quedó atrás,
quienes no siguieron
el camino que el azar
forzó y eligieron.
Pero todo acabó,
como todo lo que acaba mal,
y recordó cuando empezó
sin control a caminar.
La indómita agonía
ahogaba sus lamentos;
los mató a sangre fría;
no era tiempo de temerlos.
La vida se impuso
e hizo justicia a su antojo:
"Aquel que me mantenga un pulso,
no tendrá un amanecer
nunca más ante sus ojos",
fue la condena de esa juez,
una vida convertida en muerte,
una dueña cretina y cruel
con el don de la suerte.
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