jueves, 3 de noviembre de 2005

Viaje a mis sueños (del 22.06.2004)

Hoy tengo ganas de hacer un viaje, y la verdad es que nunca las he sentido con tanta intensidad. Iría a París, en tren, un viejo tren de madera, conmigo como único pasajero en esa inmensidad de profunda oscuridad. Probablemente vería sombras que no serían sombras, oiría pasos que no serían pasos... y puede que hasta hablara con personas que no serían personas. Cruzaría montañas nevadas, el agua de los ríos se reflejaría en los cristales de mis ventanas, me alegraría la vista al ver a los caballos trotar por las eras y los prados... y todo el viaje sólo para tocar con las manos la fachada de Notre Dame y observarla detenidamente.
Ya veo esa imagen: está lloviendo ligeramente, las calles de París están vacías, y la densa oscuridad de la noche impide ver con claridad la Torre Eiffel, aunque alcanza a distinguirse su esquelética y esbelta silueta. Nunca he estado allí, pero ya siento mis botas mojadas y un ambiente sobrecojedor que me encierra en la más profunda de las tristezas. Me siento en el suelo, apoyando mi espalda en una de las columnas del arco central de la entrada de la impresionante catedral. Su grandeza aumenta a medida que la noche se abalanza con brutal fuerza sobre la ciudad. Solo. Ese soy yo. Estoy solo. Aspiro el vapor que emana el cálido suelo ante la caída de la helada lluvia. Y sigo estando solo, como yo quería, y lejos de mi hogar, como yo quería, en un lugar nuevo para mí, como yo quería. Y todo es como yo quería.
Entonces, sacaré un cigarrillo, marca Gauloises, y una caja de cerillas, y, entre calada y calada, empezaré a pensar en todo aquello que he dejado atrás: mi familia; mi casa; mi tierra, el lugar donde nací, para bien o para mal, pero un lugar con el que tendré una deuda, la deuda de poder situar mi infancia y mi juventud; la amistad, un refugio y, a la vez, un campo abierto donde gritarle mis alegrías al cielo, el escudo contra todo mal, y la munición para la guerra del día a día contra la monotonía; y echaré de menos el cine, los libros, la música... aunque ahora hace eco en mi interior una fina y estremecedora melodía que encoje mis brazos y enfría mis huesos. El cigarro se acaba, y sin haber desperdiciado una sola lagrima, levanto la mirada del suelo para contemplar el sombrío horizonte. La lluvia cada vez es más densa. Siento caer cada gota como cae la lluvia metálica sobre Iraq.
Es entonces cuando me percato de que el fin del mundo que tantas veces he suplicado a Dios se me concede. Justo allí, en su propia casa. Los edificios empiezan a derrumbarse, uno a uno, con un especial soniquete irónico, como si la Naturaleza que durante el viaje observaba y me amenizaba la travesía se riese ahora de la "grandeza" del ser humano. Soy un privilegiado al poder ver cómo el mundo se deshace entre las grietas que lo recorren. Pero este Apocalipsis no tiene en mí el efecto de libertad esperado. Siento escalofríos al pensar que todo aquello que he amado, amo y podré llegar alguna vez a amar, ya no existe. He perdido mi identidad, y mis sueños se desangran.
Entiendo que es el final, que se acabó lo que se daba, que no hay vuelta atrás y que todo fue en vano. Una vida perdida, desaprovechada, malgastada en favor de la apatía, del hastío, del "no saber y no querer" que me ha llevado hasta el "no entender" o, lo que es peor, hasta el "no entenderme". Ahora, como si de otra gárgola se tratara, me arrodillo para implorarle a Dios la salvación. Quizá los ingenuos la merezcamos.
Alguien dijo alguna vez que "abandonamos nuestros sueños por miedo a fracasar... o peor, por miedo a triunfar". Hay que tener cuidado con lo que se quiere, no vaya a ser que de nuestras bocas salgan regalos.



Nôtre Dame, sueño y pesadilla.

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