“He oído últimamente que los manjares de los dioses se elaboraban en las calderas del Infierno, según la mitología de la antigua civiliza..." se oía como sonido de fondo de la radio del coche que conducía Ángel Caballero cuando, de repente, una farola cayó encima del capó. Era tarde, las doce de la noche pasadas, cuando los obreros que estaban instalando la luz de la farola se despistaron y causaron el accidente. Acto seguido, mientras Ángel cogía sus cosas del coche para irse a casa, desentendiéndose de lo que había ocurrido, pues ya había tenido bastante acción durante la jornada de trabajo y esta situación no haría más que acusar su estrés, dos de los obreros se maldecían por su incompetencia, mientras un tercero intentaba separar a otros dos que se habían enzarzado en una pelea, ya que cada uno acusaba al otro de tal fatídico hecho.
Todos estaban ajenos a la escapada de Ángel, que en menos de dos minutos estaba frente a su portal, sacando las llaves para subir a su casa, a la mitad de la calle Montera de Madrid. Se sentó en las escaleras, se quitó los guantes y sacó un cigarrillo. Minutos más tarde, subió las escaleras hasta el segundo, donde vivía. Entró en su casa, encendió la luz de la cocina y abrió la nevera. Hacía más de cinco horas que no comía nada, y estaba muerto de hambre. Sacó dos rodajas de choped, se las comió, y se sentó en el sillón a ver la tele mientras se fumaba otro cigarrillo.
El día había sido agotador. Trabajaba fuera de Madrid, en una empresa de fundición. Se encargaba de las gestiones, por lo que tenía que viajar con frecuencia. Pero hoy había sido más cansino de lo normal. Primero Segovia, luego Cuenca y después Ávila. Estaban cerca, pero conducir le cansaba como nada en el mundo. La jornada laboral había sido eterna, y para colmo no había cerrado ningún contrato con ninguna otra empresa. Su trabajo pendía de un hilo, y parecía que a su jefe no le importaba, ni a sus compañeros… a nadie.
Deseaba llegar a casa, pero lo único que había eran dos lonchas de choped y una televisión para hacer zapping, ya que no había nada potable; sólo deporte y cotilleos. Acabó su cigarro y, harto de la televisión y de su penosa programación, decidió irse a la cama. Antes, pasó por la cocina y cogió una botella de agua de dos litros, una naranja y un cuchillo de cocina.
Abrió la puerta de su habitación, y contempló como la oscuridad invadía el espacio que, en su centro, regía una cama; la cama en la que las sábanas acogían el sueño de la mujer de Ángel. Éste se dirigió a la cabecera de la cama por el lado en el que dormía su mujer. Pensó en despertarla, pero pronto desechó la idea. En lugar de alterar su sueño en vano, la asestó un golpe en el entrecejo, sumergiéndola en un sueño aun más profundo, pero ilimitadamente doloroso. Era como una especie de anestesia casera, un sueño artificial que introdujo a la mujer en lo más recóndito de su inconsciente.
Ángel, mientras tanto, se puso encima de ella en la cama con una rodilla a cada lado de sus costados, a caballo. Dejó la botella de agua en la mesilla de su mujer junto con la naranja, y, con el cuchillo, empezó a cortar su oreja izquierda. La mujer no chilló, no parpadeó, no se inmutó, lo que llevo al hombre a probar con la otra oreja, pero no obtuvo respuesta alguna por parte de la mujer. No contento con eso, abrió la boca de la bella durmiente e introdujo el cuchillo para cortarle la lengua. La sacó, la cogió con la mano izquierda y la lanzó por la ventana. Ni un solo movimiento, ni siquiera se le alteró la respiración a la pobre mujer, que estaba siendo descuartizada en vida por su propio marido, que abrió los párpados de su víctima con su ensangrentada mano izquierda y le arrebató los ojos a aquel inmóvil cuerpo. Los cogió por el nervio ocular, los balanceó, y los lanzó por la misma ventana por la que había lanzado la lengua.
La estampa era salvaje, era horrenda, pero había alguien en la habitación que estaba disfrutando con ello, aunque su cara no mostrase ni una mueca, ni pena, ni satisfacción, ni siquiera excitación o repulsa por ver el rostro ensangrentado de su compañera. La carnicería continuó. Apoyó la hoja del cuchillo en el cuello de Merche, que así se llamaba la mutilada esposa de Ángel, sin ejercer demasiada presión, y fue bajando lentamente hasta los brazos, donde giró hacia las manos y se paró en sus muñecas. Eligió un punto con sus dedos y clavó el arma lentamente hasta que su mano derecha y su brazo derecho se separaron. A continuación, hizo lo mismo con la mano derecha. Esta vez no tiró el “trofeo” por la ventana, sino que los dejó reposar sobre el pecho de la moribunda Mercedes.
La amputación de los pies a la altura de los tobillos fue lo más costoso, pero la mayor virtud del monstruo que la víctima tenía encima era la paciencia. Tardó casi una hora. Merche seguía durmiendo, quizás por el golpe del principio o porque el dolor le hizo desfallecer, pero no movió un solo músculo de su cuerpo. Hecho todo el “trabajo”, Ángel colocó los pies amputados bajo el somier la cama.
De pie, inmóvil frente a la cama, contempló la imagen del cuerpo de su mujer, que a posteriori se convertiría en un cadáver, algo que él no deseaba, como si de una obra de arte se tratara. Cortes limpios, amputaciones hechas de forma estratégica con el fin de convertir a su esposa en una auténtica inútil, pues, “si sale viva,” pensaba Ángel, “no podrá comunicarse”.Instantes después, retiró la colcha y las sábanas de su lado de la cama, echándolos encima de la mujer, que ya rozaba el Paraíso, se tumbó, levantó la almohada para esconder ahí el arma del crimen y apoyó su cabeza. De repente, un escalofrió le llevo a preguntarse si la policía habría encontrado ya el cadáver de la joven de veintitrés años que había en el maletero de su propio coche, a la que Ángel había robado en Ávila y que, una hora antes, había dejado abandonado en la Gran Vía debajo de una farola, lo que le llevó a pensar de qué color sería el coche que robaría mañana para ir a trabajar… y qué le prepararía a su hijo para desayunar antes de partir hacia la fundición al día siguiente.
Gonzalo J.
Todos estaban ajenos a la escapada de Ángel, que en menos de dos minutos estaba frente a su portal, sacando las llaves para subir a su casa, a la mitad de la calle Montera de Madrid. Se sentó en las escaleras, se quitó los guantes y sacó un cigarrillo. Minutos más tarde, subió las escaleras hasta el segundo, donde vivía. Entró en su casa, encendió la luz de la cocina y abrió la nevera. Hacía más de cinco horas que no comía nada, y estaba muerto de hambre. Sacó dos rodajas de choped, se las comió, y se sentó en el sillón a ver la tele mientras se fumaba otro cigarrillo.
El día había sido agotador. Trabajaba fuera de Madrid, en una empresa de fundición. Se encargaba de las gestiones, por lo que tenía que viajar con frecuencia. Pero hoy había sido más cansino de lo normal. Primero Segovia, luego Cuenca y después Ávila. Estaban cerca, pero conducir le cansaba como nada en el mundo. La jornada laboral había sido eterna, y para colmo no había cerrado ningún contrato con ninguna otra empresa. Su trabajo pendía de un hilo, y parecía que a su jefe no le importaba, ni a sus compañeros… a nadie.
Deseaba llegar a casa, pero lo único que había eran dos lonchas de choped y una televisión para hacer zapping, ya que no había nada potable; sólo deporte y cotilleos. Acabó su cigarro y, harto de la televisión y de su penosa programación, decidió irse a la cama. Antes, pasó por la cocina y cogió una botella de agua de dos litros, una naranja y un cuchillo de cocina.
Abrió la puerta de su habitación, y contempló como la oscuridad invadía el espacio que, en su centro, regía una cama; la cama en la que las sábanas acogían el sueño de la mujer de Ángel. Éste se dirigió a la cabecera de la cama por el lado en el que dormía su mujer. Pensó en despertarla, pero pronto desechó la idea. En lugar de alterar su sueño en vano, la asestó un golpe en el entrecejo, sumergiéndola en un sueño aun más profundo, pero ilimitadamente doloroso. Era como una especie de anestesia casera, un sueño artificial que introdujo a la mujer en lo más recóndito de su inconsciente.
Ángel, mientras tanto, se puso encima de ella en la cama con una rodilla a cada lado de sus costados, a caballo. Dejó la botella de agua en la mesilla de su mujer junto con la naranja, y, con el cuchillo, empezó a cortar su oreja izquierda. La mujer no chilló, no parpadeó, no se inmutó, lo que llevo al hombre a probar con la otra oreja, pero no obtuvo respuesta alguna por parte de la mujer. No contento con eso, abrió la boca de la bella durmiente e introdujo el cuchillo para cortarle la lengua. La sacó, la cogió con la mano izquierda y la lanzó por la ventana. Ni un solo movimiento, ni siquiera se le alteró la respiración a la pobre mujer, que estaba siendo descuartizada en vida por su propio marido, que abrió los párpados de su víctima con su ensangrentada mano izquierda y le arrebató los ojos a aquel inmóvil cuerpo. Los cogió por el nervio ocular, los balanceó, y los lanzó por la misma ventana por la que había lanzado la lengua.
La estampa era salvaje, era horrenda, pero había alguien en la habitación que estaba disfrutando con ello, aunque su cara no mostrase ni una mueca, ni pena, ni satisfacción, ni siquiera excitación o repulsa por ver el rostro ensangrentado de su compañera. La carnicería continuó. Apoyó la hoja del cuchillo en el cuello de Merche, que así se llamaba la mutilada esposa de Ángel, sin ejercer demasiada presión, y fue bajando lentamente hasta los brazos, donde giró hacia las manos y se paró en sus muñecas. Eligió un punto con sus dedos y clavó el arma lentamente hasta que su mano derecha y su brazo derecho se separaron. A continuación, hizo lo mismo con la mano derecha. Esta vez no tiró el “trofeo” por la ventana, sino que los dejó reposar sobre el pecho de la moribunda Mercedes.
La amputación de los pies a la altura de los tobillos fue lo más costoso, pero la mayor virtud del monstruo que la víctima tenía encima era la paciencia. Tardó casi una hora. Merche seguía durmiendo, quizás por el golpe del principio o porque el dolor le hizo desfallecer, pero no movió un solo músculo de su cuerpo. Hecho todo el “trabajo”, Ángel colocó los pies amputados bajo el somier la cama.
De pie, inmóvil frente a la cama, contempló la imagen del cuerpo de su mujer, que a posteriori se convertiría en un cadáver, algo que él no deseaba, como si de una obra de arte se tratara. Cortes limpios, amputaciones hechas de forma estratégica con el fin de convertir a su esposa en una auténtica inútil, pues, “si sale viva,” pensaba Ángel, “no podrá comunicarse”.Instantes después, retiró la colcha y las sábanas de su lado de la cama, echándolos encima de la mujer, que ya rozaba el Paraíso, se tumbó, levantó la almohada para esconder ahí el arma del crimen y apoyó su cabeza. De repente, un escalofrió le llevo a preguntarse si la policía habría encontrado ya el cadáver de la joven de veintitrés años que había en el maletero de su propio coche, a la que Ángel había robado en Ávila y que, una hora antes, había dejado abandonado en la Gran Vía debajo de una farola, lo que le llevó a pensar de qué color sería el coche que robaría mañana para ir a trabajar… y qué le prepararía a su hijo para desayunar antes de partir hacia la fundición al día siguiente.
Gonzalo J.
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